Tres conceptos jurídicos fundamentales a la democracia
La noción de la institucionalidad, entendida como el cuidado y respeto de los que deben ser objeto cada una de las organizaciones constitucionales del poder soberano en el estado, está indisolublemente vinculada con los conceptos de estado de derecho y de seguridad jurídica. Es indudable que el uso y el abuso de las nociones anteriores que muchos han hecho en el país ha desgastado paulatinamente y opacado sus verdaderos alcances y significado, hasta el punto de forjar la idea colectiva de que tales vocablos no tienen más carácter que el de piezas intercambiables dentro del discurso político salvadoreño. Hemos dicho lo anterior para justificar la necesidad de crear una conciencia nueva sobre la importancia de dar a las palabras y a los conceptos su verdadera dimensión, su verdadera importancia y su verdadero carácter esencial, por encima del mal uso que pueda hacerse de los mismos. Tal es el caso cuando nos referimos a la institucionalidad de la Nación. El Estado, como entidad orientada a la consecución del bienestar del individuo a través de diversas formas de organización de la sociedad, cuenta con elementos fundamentales cuya existencia se ha encontrado históricamente en los diversos ordenamientos jurídicos, escritos o no. Actualmente, estas organizaciones fundamentales del Estado, sus funciones específicas, sus facultades y competencias se encuentran consagradas al nivel de normas primarias o constitucionales, tanto por su importancia intrínseca como por la pretensión de inmutabilidad a través del tiempo, la cual se les supone inherente. Estas organizaciones fundamentales son las instituciones del Estado y de la Nación y cuando se hace referencia a las mismas de un modo general, como un todo armónico y operativo, se habla de la institucionalidad. ¿Qué significa para nosotros, entonces, el respeto a la institucionalidad del Estado de El Salvador? El Estado de El Salvador es un ente cuyo objeto primordial es la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común (Art.1, Cn). El gobierno del Estado es republicano, democrático y representativo (Art.85, Cn) ejercitándose el poder público a través de órganos, los cuales lo ejercen de manera independiente, siendo dichos órganos, el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial (art.86, Cn). La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y el sistema político establecidos (Art.88, Cn.). Éstos y otros principios básicos establecidos en la Constitución determinan el carácter y naturaleza de la organización política que posee el Estado, la vulneración de los cuales implica el deterioro o destrucción del sistema institucional, de la institucionalidad de la República. La preservación y el respeto a la integridad de dichas organizaciones y la corrección de su funcionamiento importan la existencia misma del orden estatal. Por ejemplo, se afecta la institucionalidad de la República cuando los órganos del Estado no funcionan armónica y coordinadamente, cada uno dentro de la esfera de su propia competencia. Se afecta asimismo la institucionalidad del Estado desde el momento que uno de sus órganos fundamentales, simplemente no cumple con su función, o cuando la defensa de la independencia de cada uno de los poderes se transforma en la procuración de cuotas y cotos de poder exclusivo, no en afán de lograr el establecimiento de un adecuado sistema de coordinación en el ejercicio del mismo. Se vulnera también la institucionalidad de la Nación cuando el Organo Legislativo, en vez de deliberar sobre la conveniencia o inconveniencia de la aprobación de leyes, asume el carácter de un lugar de negociaciones particulares. La falta de conciencia y de conocimiento por parte de los gobernantes determina muchas veces esta clase de desviaciones de poder, que deterioran la institucionalidad del Estado de arriba hacia abajo, pues el efecto de dichas conductas se repite hasta las esferas más ínfimas, traduciéndose a la postre, en una circunstancia generalizada de irrespeto a las autoridades y a la ley. Eso que hoy dan por llamar ingobernabilidad es, entre otras cosas, el efecto más aparente del irrespeto a la institucionalidad que en muchos casos puede ser provocado por las mismas autoridades.
El Art. 1 de nuestra Constitución establece que "El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común". Desde su inicio, pues, nuestra Constitución establece que la "seguridad jurídica" de los habitantes constituye uno de los fines del Estado. Este concepto ha sido interpretado muchas veces como "seguridad pública", que constituye nada más uno de sus componentes. La labor preventiva y represiva de las conductas antijurídicas que realiza la policía constituye nada más que una pequeña parte, aunque muy importante, del más amplio concepto de seguridad jurídica. Seguridad jurídica es un valor consistente en la certeza que proporciona el derecho a los actos realizados de conformidad al mismo. Dicha certeza se traduce en la confianza de aquellos afectados positiva o negativamente por dichos actos de que se ha establecido una "verdad" amparada por la ley y con base en ella, hacer o no hacer determinados actos con la certidumbre de que el aparato estatal estará respaldándole en su actuación. Tal certidumbre es indispensable para la consecución del estado de derecho, la armonía y el orden social e inclusive para la misma convivencia humana. No podemos desarrollar a cabalidad ni siquiera las más elementales relaciones sociales si no tenemos la seguridad acerca de nuestra posición en la familia, nuestra situación, derechos y obligaciones frente al Estado, nuestra capacidad para utilizar y disponer de lo que consideramos nuestra propiedad, nuestra libertad para hacer todo aquello que no nos está prohibido, y de que el Estado respaldará nuestra convicción con su poder coactivo. En otras palabras, el orden, la armonía y la justicia que puedan haber en una sociedad dependerán de la seguridad jurídica. La primera condición para la existencia de la seguridad jurídica es el establecimiento de las reglas del juego social. La normativa legal debe ser lo suficientemente clara y sistemática para que no tengamos dudas sobre nuestros derechos y obligaciones. Un ordenamiento legal superabundante, confuso y contradictorio hace desaparecer la seguridad jurídica. El cambio de las reglas del juego, la reforma legal, es permitido, pero debe hacerse de conformidad a esas mismas reglas y con la racionalidad necesaria para que no produzca un caos social. Una segunda condición sería la garantía de los actos realizados bajo el marco legal vigente. Si el individuo puede adquirir propiedad legítimamente bajo las normas jurídicas vigentes, no existirá la seguridad jurídica si no tiene garantizado el uso y disposición de su propiedad y la certeza de que el estado protegerá ese derecho. O si obtiene una sentencia favorable en un juicio, si no existe la seguridad que esa resolución quedará firme y que no hay posibilidad de modificarla en su perjuicio. El derecho ha ideado una infinidad de mecanismos para garantizar la seguridad jurídica y ellos no deben entrar en conflicto con la justicia. A veces esto resulta un tanto difícil de lograr, pero debe escogerse cuál será el valor que debe hacerse prevalecer con el objeto de alcanzar una efectiva armonía social. La prescripción de derechos se ha visto muchas veces como una institución injusta que priva a un particular de aquello que legítimamente le pertenece, pero tampoco puede permitirse que un poseedor de hecho no pueda llegar a ser nunca propietario del bien que usa o que el deudor lo sea a perpetuidad, frente al titular de los derechos de que es acreedor. Los mecanismos de seguridad jurídica, en un sistema jurídico correctamente estructurado, tienden a contar con otros mecanismos accesorios para precaver la injusticia. Si bien es cierto que las sentencias ejecutoriadas deben quedar firmes, como verdad jurídica que son, también es cierto que existen medios para nulificarlas si fueron basadas en el fraude o, en el caso de las sentencias en materia penal, el error. La consecución de la seguridad jurídica, en principio, no entra en contradicción con la justicia ni con otros valores jurídicos, si éstos se hacen valer en el equilibrio que debe existir socialmente.
El concepto de "estado de derecho" se ha convertido en un término común del vocabulario político salvadoreño. La construcción del mismo es una de las metas de la sociedad salvadoreña actual. Lo que se da por supuesto en todas las naciones civilizadas y democráticas del mundo, tanto que apenas se habla de ello, es aún una aspiración de la sociedad salvadoreña. Es una justa aspiración y es correcta la constante atención que se le presta, pero es algo que debe ser comprendido en su justa dimensión. No cabe duda que muchas veces se ha usado como una simple expresión retórica más, sin prestar atención a su verdadero significado. La construcción de un verdadero estado de derecho requiere la comprensión cabal del término y, más importante aun, la intención de lograrlo, un verdadero y práctico compromiso a su consecución. El estado de derecho no es el resultado de un conjunto de buenas intenciones o de declaraciones de apoyo, sino una vivencia real de ciertos principios. La definición del concepto resulta sumamente sencilla. Es "una situación social en la que una sociedad funciona efectivamente por las normas de autorregulación que ella misma se impone". En otras palabras, es una situación en la que la sociedad, en su abrumadora mayoría se sujeta a las normas jurídicas que libremente se impone. El ordenamiento jurídico es el reflejo de una aspiración a una sociedad ideal. Las leyes, los actos administrativos y las sentencias judiciales que las aplican nos revelan lo que, en un momento dado, los miembros de la sociedad que tienen la capacidad de dictar actos de autoridad consideran que deberían ser las reglas del juego social. Si no consideran que son las normas por las cuales la sociedad debe regirse, las que llevarán a una armonía y tranquilidad públicas, las cambiarían para sustituirlas por otras que cumplan de mejor manera con tal función. La creación y el mantenimiento de un estado de derecho no es labor de un sector de la sociedad, sino de la abrumadora mayoría de sus miembros. No puede hablarse de estado de derecho si únicamente algunos están empeñados en su consecución. Así, podemos denotar que existen dos aspectos importantes en el estado de derecho: el primero se refiere a los gobernados y el segundo a los gobernantes. Desde el lado de los gobernados, para la consecución del estado de derecho encontramos dos elementos. El primero de ellos, es de carácter psicológico: la gente cree en la ley. Existe un convencimiento de que las normas jurídicas son buenas, están hechas para su beneficio y no son una imposición arbitraria o una molestia para ellos. Es necesario el convencimiento de que las normas jurídicas son las correctas reglas del juego social y que su quebrantamiento lleva al desorden social y a la imposibilidad de una convivencia armónica. Si los miembros de la sociedad consideran que las reglas de tráfico de vehículos son algo que sólo debe ser obedecido cuando hay un policía vigilando, si no están convencidos que es su justo deber pagar los impuestos que son necesarios para que los servicios públicos que ellos exigen puedan funcionar, si no hay un respeto generalizado y consciente a los derechos a la vida, integridad física, propiedad, etc., de los demás, el estado de derecho no puede lograrse. Una sociedad en la que sus miembros cumplen con la ley únicamente por temor al castigo y la evadan cuando éste puede evitarse, no puede soñar en un "estado de derecho". El segundo de ellos es de carácter objetivo: el cumplimiento efectivo de la ley por los particulares. El estado de derecho sólo puede lograrse cuando un cumplimiento real y generalizado por los particulares de las normas que les han sido impuestas para regular su relación con los otros miembros de la sociedad. Por otra parte, hay otros dos elementos que se refieren a la actuación de los gobernantes. El primero de ellos requiere el sometimiento del gobernante a la ley, tal como lo expresa el Art. 86 de la Constitución. Esto necesita la predisposición psicológica a tal sometimiento. Se necesita que los funcionarios públicos comprendan y estén dispuestos a sujetar su actuación al principio que establece que no pueden hacer, en carácter de tales, más que aquello que la ley les permite expresamente. El funcionario sabe que no es su voluntad la que va a prevalecer, sino la de la colectividad recogida en la normativa legal preestablecida; nada impide que pueda luchar por cambiarlo, pero debe hacerlo de conformidad a las reglas igualmente preestablecidas para ello. No sólo implica el apego estricto a la letra de la ley, sino también a su espíritu. Se vuelve difícil la consecución de un estado de derecho, cuando la actuación de los gobernantes es orientada en función, no de los intereses nacionales, recogidos en la legislación, sino de los intereses de sectores, de partidos, de grupos de presión, etc.; pueden darse casos en que las interpretaciones que se hacen de la Constitución y de la ley, se den en un sentido que el legislador nunca quiso darles, todo con el objeto de conseguir favorecer a la clientela política de los partidos. Estas acciones no son más que violaciones a la normativa jurídica, en esencia, nada distintas al rompimiento de la letra expresa de la ley; y sólo conducen a la arbitrariedad, tan alejada del estado de derecho. En segundo lugar, se requiere el cumplimiento efectivo de la ley por los gobernantes. Lo que parece una verdad de perogrullo, que la ley está hecha para ser cumplida, debe constituirse en un importante foco de atención, ya que quienes detentan el poder, deben predicar con el ejemplo. La tolerancia de las autoridades al irrespeto a los derechos de los ciudadanos y a las leyes en general, cuando esto es realizado por ciertos grupos, resulta perniciosa, y se encuentran toda clase de excusas para justificarla: son derechos de los pobres, de los trabajadores frente a los patronos, de las empresas locales frente a las multinacionales, etc. Hemos visto como en los últimos años se han anunciado leyes para proteger los derechos de los consumidores, los derechos de autor o el medio ambiente, sin embargo no se dice que estas leyes apenas tienen nada nuevo y que las disposiciones que contienen han estado vigentes por décadas y hasta siglos. La conclusión de todo esto es la pregunta acerca de si existe un estado de derecho en El Salvador o estamos encaminándonos a ello. Sólo tiene que compararse la realidad nacional con los requisitos que hemos establecido para que advirtamos la necesidad, de parte de gobernantes y gobernados, de un cambio de actitud, que denote un verdadero esfuerzo por sembrar las bases para la consecución de este ansiado ideal. En todo país, el logro de gozar de un verdadero estado de derecho ha sido una labor de muchos años, pero que ha dependido de la decencia, la honradez y la voluntad de lograr una sociedad justa y armónica que han tenido los miembros de esa sociedad. Las ventajas son obvias: orden social, armonía, justicia. Esto genera una situación de confianza entre los gobernantes y los gobernados. Los primeros miran al pueblo como al grupo respetuoso de la ley que les exige sus servicios. Los segundos transforman su impresión de los primeros; el político es visto como un patriota que busca el bien de toda la sociedad según sus propias convicciones; el funcionario público es visto como un servidor de la sociedad y no como un obstáculo en la consecución de las aspiraciones de la misma; el soldado y el policía son vistos como protectores de los ciudadanos y no como una amenaza armada contra los mismos. Es deseable vivir en una sociedad así. |